Emanuel Jiménez nunca pensó que una conversación trivial con una amiga lo llevaría a cambiar la vida de muchas personas adultas en su comunidad. Mientras discutían sobre tareas, su compañera mencionó que su abuelita no sabía leer ni escribir y expresó cuánto le gustaría que un día pudiera aprender. Aquella frase, en apariencia inofensiva, encendió una chispa en Emanuel, a sus 17 años. Recordó a tantas personas mayores en su entorno que enfrentaban el mismo desafío. Emanuel no se quedó con la idea dando vueltas; decidió actuar.
Compartió su inquietud con sus compañeros. En el Telebachillerato Comunitario Núm. 495 en Potrero de San Diego, Estado de México, solían realizar proyectos de desarrollo comunitario, lo que les dio otra razón idónea para poner manos a la obra. La idea de enseñar a leer y escribir a personas adultas fue cobrando forma. Sabían que no sería sencillo. Muchos mayores pensaban que ya no había nada que aprender a su edad. Sin embargo, Emanuel y su equipo no se dieron por vencidos. Con paciencia y dedicación, les recordaron que nunca es tarde para adquirir una habilidad que les permitiría llevar una vida más autónoma y conectada.
El proyecto tuvo un llamado a la acción poderoso. Emanuel y sus compañeros se unieron de inmediato. Se distribuyeron en pequeños grupos para que cada persona mayor recibiera la atención necesaria. Los profesores también jugaron un papel crucial, alentando al equipo cuando las personas mayores, desmotivadas por la crítica de sus propios familiares, dudaban de su capacidad para aprender. Emanuel sabía que no solo estaban enseñando letras, estaban ayudando a reconstruir la confianza en personas que durante años habían vivido con esa brecha.
Emanuel y su equipo comenzaron enseñando lo más básico: las vocales, las consonantes, y de ahí, palabras que formaban parte de la vida cotidiana de las señoras, como “pala”, “maíz” o “silla”. La conexión con lo familiar hacía que el proceso fuera más fácil y, sobre todo, significativo. Los ejercicios se acompañaban de técnicas de motricidad fina, como el trazado de las letras con distintos materiales sobre una variedad de superficies.
En solo tres meses, cuatro mujeres mayores, que al principio se mostraban reticentes, aprendieron a leer y escribir con un nivel sobresaliente. Para ellas, lo que parecía un pequeño logro académico se transformó en una victoria de gran impacto. Ahora, podían enviar mensajes de texto a sus familiares, ayudar a sus nietos con tareas, y sentirse más conectadas con el mundo que las rodeaba. Emanuel recuerda especialmente a una señora que, con orgullo, le comentó que ya podía firmar su propio nombre, sin la ayuda de nadie. Esa frase, dicha con una sonrisa, fue una pequeña pero profunda señal de lo que habían conseguido.
No todo fue sencillo. Algunas personas, por diversas razones, abandonaron el proyecto antes de completarlo. Emanuel y su equipo enfrentaron momentos de frustración cuando los horarios o la falta de apoyo familiar dificultaban la participación de más personas. Aprendieron que para generar un cambio profundo no basta con buena voluntad, también es necesario encontrar soluciones flexibles y adaptarse a las realidades de cada quien.
Lo más valioso fue comprender que este tipo de transformación comienza con algo simple, pero necesita persistencia y el compromiso de muchas personas. Emanuel y su equipo no solo enseñaban a leer y escribir, lograban que las personas volvieran a creer en sí mismas. A pesar de los desafíos, la satisfacción de ver a esas mujeres leer sus primeras palabras fue suficiente para recordarles por qué habían empezado. Ahora, Emanuel se imagina un mundo donde cada persona es capaz de liderar un cambio en su comunidad, un mundo donde la desigualdad ya no tenga lugar.